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¿Acaba todo con la muerte?


¿Por qué las cosas no salen como queremos? Sólo nos queda aceptar las cosas de la vida tal y como vienen. Le entregamos a Dios nuestro corazón, nuestra vida. Decía el Padre José Kentenich: “Quien no se educa a sí mismo para vivir conforme a la voluntad de Dios, se quiebra”[1].

Aceptar el querer de Dios con paz es un camino, una escuela. Aprender a querer lo que no queremos. Aprender a amar el camino que recorremos aunque no sea el que deseábamos. Aunque el dolor de la muerte nos hunda.

En esos momentos le decimos que sí a Dios, le entregamos un poder en blanco sobre nuestra vida, un cheque firmado por mí y en blanco para que ponga lo que quiera. Entonces, ¿para qué molestar más al Maestro? Es lo que dice el corazón.

Pero seguimos pidiendo, porque tenemos fe. Dios tiene un plan B cuando falla el A. ¿Cuál es este plan? A veces en la vida, cuando las cosas no resultan como nosotros pensamos, cuando no ocurre lo que deseamos, descartamos un posible plan B.

Nos enfadamos con Dios. Dejamos de oír su voz. Nos alejamos. Nos olvidamos de lo esencial. Tal vez no es posible para nosotros, pero sí para Dios. Nos cuesta no caer en la tentación de atar a Dios de manos y pensar que Jesús no pueda tener un plan B mejor que el plan A para mi vida.

No hay plan B. Si el primero no ha resultado, no hay otro. Eso pensamos. No hay vida después de la muerte. No hay esperanza cuando el último aliento se ha ido. Pero Jesús nos sorprende.

Dios no creó la muerte, creó la vida. No es un Dios de muertos, sino de vivos. Vivimos para siempre: “Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera. Dios creó al hombre para la inmortalidad”. 

Me gusta este texto que habla de esperanza. Me gusta que Dios no haya creado la muerte. Me gusta que la muerte no tenga la última palabra. Y que nos haya creado para la inmortalidad.

Porque a veces siento que la muerte me viene impuesta. Y me cuesta perder lo humano, lo caduco, lo que amo, lo que deseo. Como si Dios no quisiera nuestra felicidad aquí en la tierra. Y la del cielo nos parece lejana...

¡Cuántas veces le echamos la culpa a Dios de nuestras desgracias! La enfermedad y la muerte. La separación y la ruptura. El dolor y la angustia.

Alfonso Ussía escribía así ante la muerte de una joven: “Mariana. Veinte años, una enfermedad terrible y terminó su paso por la tierra. No entiendo bien esas cosas. Meses atrás estuve hablando a unos niños hospitalizados por culpa del cáncer. Las paredes de su cuarto de jugar en el centro médico herían la vista de colores vivos. Contraste con sus miradas alegres a un paso de cambiar por la tristeza. Mientras les hablaba, yo paseaba por los colores de las paredes porque no tenía fuerza ni valor para enfrentarme a sus ojos. Un auténtico cobarde rodeado de valientes con el horizonte de sus vidas terriblemente nublado. Por desgracia, no hay posible canje de vidas humanas. Quien sobradamente ha vivido y cumplido con su existencia no puede cederle la vida, regalarle el futuro, a quien ha nacido para sufrir y marcharse a los ámbitos del Misterio”. 

No comprendemos la muerte ni la enfermedad. Nos supera el dolor de los hombres, de los niños, de los inocentes. Ese dolor que es ajeno a la vida. Ese dolor que no aceptamos porque nos rompe por dentro. Porque estamos hechos para la inmortalidad. Para la vida eterna. Para el cielo.

Y nos cuesta esta vida que se apaga y nos hace sufrir tanto. No entendemos que si Dios quiere nuestro bien tolere el dolor de la muerte. ¡Cuántos niños enfermos! ¡Cuántas vidas que tienen su futuro nublado! Terriblemente nublado. Duele el alma al pensar en tantas vidas cercenadas y sin luz, sin futuro.

Dios nos creó caducos y con la semilla de eternidad enterrada en el alma. Para que nunca dudemos que estamos hechos para el cielo. Para que no pensemos que todo acaba con la muerte.

Gastamos mucha fuerza en llevar una vida sana. Nos obsesionamos con la salud para no enfermarnos. Y cuando nos debilitamos buscamos que nos salven, que nos curen. Recorremos médicos y lugares. No aceptamos que la enfermedad acabe en la muerte.

Hacemos todo lo posible para no enfermar. Y aun así enfermamos. Es difícil. Comemos sano. Hacemos deporte. Vamos al médico. Nos dejamos asesorar. Para durar más. Para no morir. Hacemos curas especiales. Gastamos mucho dinero en conservar la salud.

Porque no hay nada más extraño a la vida que la muerte. A nuestro alrededor chocamos con esta muerte, con el dolor, con las heridas. Con nuestro propio dolor, con la enfermedad nuestra y la del mismo mundo, la de la creación. Porque la creación también está enferma.

El Papa Francisco cita a Benedicto XVI en la encíclica Laudato sí en referencia al mal que provoca la herida que sufren el ambiente natural y social: “A la idea de que no existen verdades indiscutibles que guíen nuestras vidas, por lo cual la libertad humana no tiene límites. El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que sólo nos vemos a nosotros mismos”. 

La sociedad y el hombre están heridos de muerte. Porque no hay límite en el uso de la libertad por parte del hombre. Porque no hay una referencia a un Dios que nos ha soñado eternos.

Porque Dios ya no es un límite, ni un camino de vida, ni una forma de pensar y de amar. Porque no hay esperanza fuera de lo humano y caduco. Dios ya no está en juego para el hombre. Todo vale. Hay que vivir el presente sin pensar en el futuro.

La muerte parece cercenar toda posibilidad de futuro para el hombre que no cree. Dios deja de tener su lugar en el corazón del hombre y de su mundo. Ese Dios que no ha querido nuestra caducidad, ni nuestra degeneración, es apartado de la vida.

Él ha querido que vivamos para siempre pero nosotros nos aferramos a la vida que apenas dura. No creemos en su promesa: “Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba”. Esa imagen del pueblo de Dios en el desierto que recoge el maná para el día nos lleva a pensar en el cielo. Allí no hará falta guardar, almacenar, cuidar, proteger.

Creer en el cielo nos lleva a vivir con esperanza. Abrazando la vida que se nos regala. Con dolor y nostalgia de infinito. Con el deseo de que mi vida en la tierra tenga más de cielo que de tierra, de alegría que de dolor, de luz que de sombras.


[1] J. Kentenich, Hacia la cima


Con información de Aleteia.org

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